A ellos

DEVENIR

A quienes la memoria es lo única forma de volver a casa.

Jugábamos en el agua sucia. Éramos 5 hermanos, 3 mujeres y 2 varones. Digo éramos por que ya no somos, por que ya no seremos los mismos de antes aunque nos
atasquemos y juguemos con la misma agua. Todos los veranos salíamos a jugar, como lo hacían los niños del barrio, como lo hacen muchos niños en algunos países. Mientras mis papás iban a esforzarse por sacar para la comida, yo de vez en cuando me llevaba a mis hermanos a jugar, por que como hija mayor, me tocaba hacerme cargo de ellos. Teníamos una tienda muy pequeña, pero vendíamos diferentes cosas. Comida empaquetada, artículos de higiene, refrescos, cigarros y poco alcohol, por que si teníamos mucho, después llegaban los de la pandilla y se lo llevan, y no dejan el dinero a cambio. Tengo 13 años, ya casi cumplo 14, y me salí de la escuela. Mi padre dice que alimentar 7 bocas es mucho esfuerzo, y estudiar quita el tiempo cuando la necesidad es grande. Mi mamá casi todo el tiempo lava ropa, hace comida, y duerme a mi hermana menor, así que decidí ayudarles en la tienda. Me gusta acomodar las cajas en la parte más alta de los estantes, me gusta aprovechar mi altura y no usar escalera o banquito para subirme, además me divierte contar con las manos reteniendo los números en silencio, donde nadie puede descubrir mis pensamientos. Desde niña me gustaron las matemáticas, los números. A veces soñaba con ser maestra de números, yo creo que
hubiera sido buena, ¡a saber! Ahora sólo me lo imagino, ya no tengo tiempo de pensar, de soñar: eso quita mucho tiempo, como dice mi papá.

Estábamos a finales de mayo, hacía más calor que otros días, la gente compró todos los frescos de la tienda y nos quedamos con pocas aguas. Cerramos un poco más tarde, mi madre estaba conmigo haciendo las cuentas agachadas en el baño, ese era el lugar más escondido y “seguro” de la tienda, y todas las noches llenas de miedo y prisa nos apurábamos esperando que nadie entrara a pedirnos el dinero. Nos han asaltado 4 veces en 1 año, vienen cada 3 meses por nuestro dinero y se llevan algunas cosas que necesiten de la tienda. Confieso que todas las noches tengo miedo de que entren los hombres con tatuajes y nos griten como lo han hecho, y como sucede con todos los negocios del barrio. Por eso cada vez que me agacho, aprieto mi cuerpo con fuerza, cierro mis ojos, y respiro con alivio cuando nadie nos arrebata las ganancias del día. Esa noche mi padre estaba fuera de Tegucigalpa, había ido a Puerto Cortés por mercancía, para traerla al día siguiente, así que llegaría bien tempranito, para surtir la tienda. Llegamos a casa alrededor de las 20 horas, mis hermanos nos esperaban con
ansias y hambre.

Mientras mi madre iba a llamar a mi padre y ponerlo al día, me pidió con un gesto de agotamiento y desgano que me adelantara a la cocina para empezar con el ritual nocturno de la cena. El menú sería el mismo de todas las noches: baleadas con frijoles,queso y crema. Cuando se es pobre, uno se acostumbra a los mismo sabores, no deseas lo que no ha estado en tu mesa, ni en tu boca. La exigencia, y el grito por los alimentos es solo para apaciguar el hambre, por ello el menú repetitivo, lo esperábamos con las
mismas ansias todos las noches y lo agradecíamos diariamente.

Mis hermanos se amontonaban en los escasos metros que conformaban la cocina. Su mirada, parecía tener la consigna de seguir de lejos los movimientos de mis manos, y no perder de vista las exactas cantidades para elaborar los alimentos. “Puedo comer frijoles fríos”, pregunto Raymundo, mi hermano menor. “Si te comes esos frijoles, estarías dejando a alguno de nosotros sin cenar, ¿qué opinas?”. De reojo, vi como su cabeza se clavaba en el piso, no quise verle la mirada, prefería acelerar la velocidad de la
preparación de la cena.

Esa noche conocí el odio; cuando el silencio se interrumpió abruptamente por un grito que resonaba por toda la casa, grito que hasta el día de hoy resuena en mi memoria. Nos quedamos inmóviles en la cocina, todas atados al cuerpo de los otros, haciendo presión unos con otros, era la única forma de hacer más resistente al dolor, mejor dicho la única forma de soportar lo que estaba pasando. No sé cuantos minutos pasaron cuando 2 hombres armados, con la identidad descubierta, tatuajes que les cubrían casi todo el rostro, y con muy con poca paciencia entraron arrebatadamente a la cocina. Se llevaron a 3 de mis hermanos con ellos: Rolando, Carmen y María. Intenté evitar que los tocaran, me interpuse, pero uno de ellos me dio un golpe en la cara y me dijo que me hiciera a un lado, sino los mataría. Duré unos minutos ausente de mi misma, no lograba entender qué pasaba, pero los gritos que se estrellaban en todas la paredes de la casa me hicieron volver casi de inmediato. Abracé a Raymundo, quien lloraba en un profundo silencio, sin hacer un solo ruido. Me impresionaba la prudencia de mi hermano menor, quien apenas con 4 años presenciaba una película de terror en carne viva. ¿Por qué habrán elegido a ellos 3 y no a nosotros, pensé? Me sentí profundamente culpable e impotente de estar a salvo y no ser a mi a quien estuvieran torturando.

No sé con exactitud que pasaba; mi hermana gritaba sin parar que la dejaran, y a la par escuchaba risas que asomaban sin pudor el cinismo. Mis hermanos, parecían no estar ahí, no hablaban, no gritaban, no lloraban, ¿seguirían respirando? me preguntaba mientras me apretada el pecho con fuerza. Desde el cuarto de mi madre, solo se escucha la voz de un extraño, que le hablaba con fuerza, con reclamo, y con coraje. Prefería no entender que murmuraba.

Mientras yo me encontraba conteniendo la impotencia con Raymundo a mi lado, mi mirada se clavó en los moisacos del piso, eran gris con blanco, y pensaría que casi median un centímetro cada uno. Raymundo, ¿qué te parece si tú cuentas los cuadros blancos y yo los grises?, así cuando nos sentemos todos a cenar les decimos cuantos hay de cada color. Mi hermano se arrastró por todo el piso para poner su dedo en cada cuadro, parecía haber logrado descontrolar por unos instantes su tensión. Yo traté de hacer lo mismo, pero los dedos me temblaban, y era incapaz de retener las cuentas, sin embargo pretendía seguir con la consigna con tal de no ver llorar a mi hermano. ¡ Son muchos cuadros! y no se contar más de 50 me dijo Raymundo con una sonrisa que despertaba su tierna ingenuidad. No importa, respondí. Los contaremos entre todos más tarde. Se empeñó en volver a hacer la cuenta, pensando que quizá esta vez serían menos de 50. Aquella escena me capturó por unos momentos, me sentí fuera de la película de terror que transcurría en mi propia casa, y mis ojos lo seguían con una sonrisa que parecía casi ridícula en aquel momento.

De pronto reinó el silencio; se apagaron las voces, se diluyeron los llantos, no quedaban rastros de la trágica escena. Me levanté horrorizada a entender qué pasaba, por unos instantes quise pensar que nada había ocurrido, necesitaba mentirme para tener el valor de caminar en la casa que ahora desconocía. Al pasar por la sala, encontré en la esquina
cerca del sillón de 3 plazas, retapizado 4 veces en los últimos 6 años, a mis 3 hermanos atados, sin poder hablar, y con la ropa en el piso. Corrí por un cuchillo a la cocina, y mientras lo buscaba, involuntariamente un grito evidenció mi cólera. Volví a la sala, les quite las cintas y Rolando, con los puños cerrados, golpeándose la cabeza gritaba: ¡yo
no quería, yo no quería hacerlo¡ le tomé las manos con firmeza y les pedí que se vistieran y que no habláramos por ahora.

Me dirigí apresuradamente al cuarto a buscar a mi mamá pero el charco de sangre en la puerta me detuvo. Tomé aire, grité de nuevo, pero esta vez no me importó ser escuchada, necesitaba sublimar el dolor y la tensión, antes de enfrentarme a otro episodio de terror. Mi mamá estaba boca abajo en la cama, había sido despojada de sus pantalones de mezclilla, y su blusa floreada, de colores primaverales. Su cuerpo estaba cubierto únicamente con su ropa interior. La colcha que originalmente era color gris claro, estaba teñida de un rojo vivo. La moví con fuerza para revivirla, ¡mamá, mamá quédate, resiste, ya se han ido! todos estamos bien, ninguno ha muerto, no se llevaron a nadie, ahora termino la cena. Empezaba a escuchar cada vez más cerca el sonido del ambulancia. Ignoro quién pudo pedir rescate, y tampoco importaba. Sentí tanto alivio, que perdí el conocimiento. Mi cuerpo cayó encima de mi madre, como una muestra de amor y lealtad.

Hemos recorrido kilómetros, sin saber a donde vamos, sin conocer nuestro destino. Caminamos por horas en rotundo silencio, como si fuéramos a un funeral, con el rostro desencajado, y el rostro fúnebre. Estamos vivos, pero algo en nosotros murió esa noche. Antes teníamos miedo de vivir en nuestro país, hoy estamos aterrados. Mañana cumplo 14 años, y pienso en lo mucho que me gustaba ir a la escuela, las clases de matemáticas, jugar con el agua sucia, ver a mi familia reír, vender en la tiendita, preparar la cena, aunque hoy el mejor regalo de cumpleaños es estar viva todavía.

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Terapeuta Natalia Huerta 2023