Un día como tantos

El escándalo de los rieles anunciaba la llegada del tren. A lo lejos, se observaba el peso de los vagones que parecían andar con esfuerzo. En medio de estos se asomaban cabezas con rostros de alivio que buscaban el letrero “Casa del Migrante”. El tren paró unos metros más adelante del albergue y los migrantes fueron llegando poco a poco. Algunos suspiraban con tranquilidad y consuelo, y otros se asomaban detrás de la reja, mientras esperaban su turno.

El sol ahuyentaba el paso de la gente por las calles, solo los migrantes esperaban en la única sombra bajo la entrada de la puerta. Un toldo verde perforado por los rastros del sol y el tiempo cubría con esfuerzo la espera de los migrantes. En el albergue era un día como tantos otros; personas circulando, esperando, pero ¿qué esperaban? Quizá que el cuerpo reposara en una cama ajena, que algún conocido del norte se apiadara de ellos y les enviaran unos dólares, o quizá esperaban a alguien-no importa quién- para que les acompañara en su camino.

Algunos estaban activos, aprovechaban el calor del día para colgar la ropa al sol que fielmente los había acompañado hasta ahí. Silenciosamente acompañaba a una mujer que lavaba y lavaba la misma blusa color azul rey; su mirada se veía perturbada, sus gestos encerraban coraje ¿qué le habrá sucedido? ¿estará molesta consigo misma? Pensé en silencio.

Frente a la entrada de la casa, una familia descansaba. La niña con olor a baño reciente y su cabello aún escurriendo dijo: mamá, me quiero subir al tren de nuevo, ¿cuándo vamos? La madre extraviada en sí misma miró al padre, ambos compartían la misma tragedia, y la madre sin decir palabra le acercó una galleta a la niña, y ella le regresa una sonrisa genuina, sin entender que pasaba.

Las horas transcurrían con lentitud; las mismas escenas se postraban durante el día, rostros hambrientos, desencajados, escondidos en su propio silencio, aterrados por el miedo. Pocos rostros miraban, el resto solo deambulaba por la casa. Parecían tan ajenos entre sí, aunque todos compartían el mismo fin.

El consultorio tenía olor a complicidad, demasiadas confesiones han sido reveladas y han quedado encerradas en las cuatro paredes. De pronto mi silencio fue interrumpido por unos golpes suaves en la puerta, casi tímidos. Al abrir la puerta, vi a un hombre de más de treinta años con la vergüenza en el rostro, y entendí que algo urgente lo llevaba a recurrir a mi.

Se sentó en la silla más cercana a la puerta, no preguntó más. Se veía atemorizado, inquieto, sus ojos recorrían cada espacio del consultorio, como si tratara de encontrar algo, ¿pero qué? Solo había un par de oídos y un cuerpo esperando encontrarse con su mirada perdida.

Ahí me encontraba yo, frente a él y su angustia. No la hice mía, pero la percibía, de alguna manera la compartíamos; la complicidad no puede ser de otra forma, la vive quien la trae en la piel y quien la escucha. Los dos esperábamos del silencio el momento preciso para empezar un diálogo, para entonces, ya éramos cómplices. En medio de un suspiro cerró los ojos y exclamó: soy hombre muerto, y exhaló con libertad el aire que contenía. Así empezó el relato.

Soy de El Salvador, he matado a muchos, ya no recuerdo a cuantos. Me metí a la mara desde los 14 años, ahí encontré todo lo que no tenía: poder, dinero y pertenencia. Me ascendieron después de un a masacre, maté a los rivales y de ahí la sed por el mal no me detuvo. El mundo lo sentía a mis pies. Mientras el seguía detallándome su historia, y mis oídos seguían atentos a su palabras, me surgió la pregunta, ¿qué buscabas al revisar cuidadosamente éste lugar? ¿corroborar si era adecuado y confiable antes de confesar en voz alta su propia condena?

Su voz dejó de sonar por un instante; agachó de la cabeza, y bajó la mirada. Enterrando sus codos en sus piernas exclamó: ser de la mara no es fácil- lo decía casi con orgullo- , hay que tener huevos, perderle miedo al miedo, y muchas veces renunciar a la familia. Recuerdo que cuando disparé el primer balazo me costó mucho, lloré toda la noche al
volver a casa, pero ya era tarde para arrepentirse, era hora de demostrar quien era. Con voz amigable y sin gestos de juicio le pregunté: ¿qué sabor dejó en ti la muerte de otros? Avergonzado juntó sus manos y bajó la mirada como niño regañado, yo reforcé que no importaba lo que haya hecho antes, que no soy juez de nadie. Su rostro dibujó el
alivio al escucharme, y con la mirada en alto dijo: al asesinar, encontré un goce que en nada más he encontrado. Desde la primera vez se convirtió en una adicción, durante años no pude dejar de hacerlo, es como si algo me faltara, es como una droga que el cuerpo te pide. El problema estuvo que hace un mes cavé mi tumba, maté a quien no debía y aquí no hay pa atrás...estoy acabado.

Su historia parecía haberme hipnotizado, mis ojos seguían cada gesto, cada ademán, no quería perder ningún detalle. Marcaba el ritmo de la sesión y yo lo seguía. Mi voz interrumpió muy pocas veces, su necesidad de hablar parecía insaciable. Me dolía la ausencia de paz que expresaba su mirada.

Tuve la sensación que el albergue estaba desierto, que solo estábamos él y yo. Ignoraba si la familia seguía descansado, si la mujer había terminado de lavar, o si habían llegado más migrantes. Nada importaba en ese momento, solo nos acompañaba el ruido del viento que entraba por la ventana, y las manecillas del reloj recordándonos el paso del
tiempo.

Con voz entrecortada me confesó: tengo pesadillas constantemente; veo los cuerpos decapitados de aquellos a los que les arranqué la vida, quizá sea por que derramé mucha sangre humana. Sea como sea, la imagen de sus cuerpos me atropella por las noches y tengo que hacer un esfuerzo para no aterrarme por que ya no estén con vida. Estuve atrapado en mis propios impulsos, no supe reconocer el punto donde mi voluntad se apoderaba de mi fuerza. Y ahora he tenido que huir de mi país, sin rumbo, sin futuro. Me he manchado las manos de  sangre, y mi cuerpo está manchado de tinta, al grupo al cual le he sido leal desde hace 12 años. No veré a mi familia, no veré crecer a mi hija, no sé para qué la tuve, si no podré darle una buena vida, no tendrá un padre que la eduque, que la vea todos los días. Espero nunca sepa quien fui. ¡ Vaya! Los hombres por los que fuiste coronado, ahora te persiguen, pensé en silencio. Me preguntaba que sería para más duro ¿repasar los cuerpos sin vida mientras duermes, o recordarte el futuro que no tendrás?

Fuimos interrumpidos por una voz que gritaba su nombre afuera del consultorio, abrí la puerta y los dos hombres intercambiaron miradas, parecían entenderse, sin necesidad de hablar. Me tengo que ir, dijo el paciente. Cerré la puerta para regresar a la privacidad y terminar la sesión. No mencionó al hombre que lo esperaba, no sabía si venían con más personas, pero no era relevante preguntarlo, ya había dicho demasiado de él mismo. Gracias por escucharme, me dijo en tono suave y con una sonrisa genuina. Necesitaba dejar esto, lo que siento, lo que pienso, en algún lugar, y aquí lo encontré. Confío en usted. Le regresé la sonrisa, y le agradecí su confianza. Abrió la puerta, y marchó apresurado.

Me senté en la silla que había elegido él; me quedé sin aliento, me sentía cansada y tranquila a la vez. Cerré los ojos y repasé sus palabras, necesitaba digerir mis emociones. ¿qué más le pude haber dicho? ¿acaso pudo haber sido distinta la intervención? Con tranquilidad me dije que no era posible. En ésta historia no habían distintos escenarios, no había alternativas, no se podían tomar muchas decisiones. Ambos sabíamos el desenlace.

Reconocí en mi que ya no me dolía el estómago al escuchar el tema de homicidio, no por falta de sensibilidad, o por que naturalizara el tema, sino que mi escucha ya era distinta, era capaz de escucharlo desde el otro, desde su historia, de entender el sentido que él le otorgaba, sin emitir juicios, sin alarmarme. Me interesaba que el otro se sintiera cómodo al contarlo, convertirme en su cómplice a través de su relato, ser testigo de su dolor; acompañarlo.

Nuevamente el tren anunció su llegada y me sentí aturdida por la fuerza con la que sacudía el albergue. En medio del silencio y la calma me preguntaba ¿cuáles serán las historias que acompañen a éstos chicos?. Con los ojos cerrados, y disfrutando la tranquilidad del momento, solo en compañía del ruido del viento y el paso de las manecillas del reloj, esperé sentada, mientras el tren terminaba de llegar.

 

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Terapeuta Natalia Huerta 2023